Aquiles era un perro abandonado. No tenía familia, ni casa ni ocupación. Lo único que tenía el pobre Aquiles era una presumida pulga entre su negro pelaje.
- ¡Aquiles, es que no sirves para nada!
No te quieren en ningún trabajo y cada día estás más flaco. Si esto sigue así, me veré obligada a abandonarte yo también —solía decirle la pulga con tono vanidoso.
- Soy un perro honrado. Solo me falta suerte en la vida. Además, toco bien la armónica.
- Eso es cierto, pero ¿de qué te sirve? —preguntó la pulga.
- Me sirve para acompañarme y sentirme vivo.
- ¡Tonterías! —exclamó la pulga riéndose del perro.
Aquiles pasaba las frías noches del invierno en un destartalado pajar abandonado.
El perro se tumbaba sobre un mullido montón de paja que le proporcionaba calor. Aquella heladora noche sintió mucho frío y tuvo que escarbar entre la paja para arroparse completamente.
Con tanto movimiento, la pulga se rozó con una brizna de paja y cayó al suelo del pajar.
Aquiles la buscó entre el montón de paja. Como estaba muy oscuro no lograba encontrarla.
La llamó varias veces:
- Pulga, pulguitaaa, ¿dónde te has metido? ¿No querrás abandonarme tú también?
La pulga no sabía lo que hacer. Se encontraba perdida entre tanta paja y no paraba de estornudar. Se sentía muy triste y se dio cuenta, entonces, de lo mucho que necesitaba a Aquiles.
- ¡Qué orgullosa y vanidosa he sido! —se decía a sí misma—. Aquiles es un buen perro y he tenido que perderlo para darme cuenta.
Aquiles no sabía qué hacer. Pensaba que era el final de su larga relación con aquel animalejo que cosquilleaba sus costillas.
Decidió tocar su armónica. La canción más bonita que jamás hubo compuesto.
La pulga escuchó la melodía. El sonido llegaba nítidamente hasta ella. Aquiles no podía encontrarse muy lejos. Guiada por la música de la armónica, que cada vez oía con mayor intensidad, logró ver un destello de luz. ¡Era el metal de la armónica de Aquiles!
Tomó aliento y contrajo todas sus patitas. Saltó como nunca antes lo había hecho.
La pulga consiguió subir hasta la armónica que hacía sonar Aquiles.
El perro, loco de contento, veía dar saltos a la pulga al compás de la canción. ¡Bailaba fenomenal!
- Perdóname, Aquiles —suplicó la pulga—. No he sido justa contigo.
- Vuelve a mis lomos, pulguita. A partir de hoy nuestra suerte cambiará.
- Gracias, amigo. ¡Qué calentita estoy aquí entre tu pelo!
Los dos se arremolinaron y durmieron hasta el amanecer.
Poco tiempo después, Aquiles y la pulga formaron un dúo artístico. La armónica de Aquiles sonaba; la pulga bailaba, y todo el público aplaudía con entusiasmo.
Así fue cómo descubrieron la verdadera amistad y su talento artístico con el que ganarse dignamente la vida.