reo que me he quedado dormida en mitad de clase de lengua. Y eso que son las nueve y media de la mañana. Quizá haya sido una cabezadita de nada porque doña Matilde ni se ha enterado. Me ha dado tiempo a soñar con una familia que no cambiara de ciudad cada dos años, o menos. En mis nueve años de existencia he vivido en tres continentes, cuatro países diferentes y creo que en siete ciudades. Os podéis imaginar que mi vida es una maleta, pero una maleta vacía. Cada vez que hago amigos, mi madre decide que debemos cambiar de país: mi madre es antropóloga, una especie de científica del comportamiento de las personas en las diferentes culturas.
Lo del sueño debe ser consecuencia del llamado «jet lag», que me dura desde hace dos semanas que dejamos Australia. Sí, has leído bien, en Australia estudié cuarto de primaria y ahora empieza quinto de una manera inesperada para mí. Soy bastante abierta, una chica que hace amigos fácilmente, bueno, amigos con minúsculas porque me duran meses. Pero estas dos semanas se están convirtiendo en una auténtica pesadilla. Desde que pisé mi nuevo colegio. Mejor dicho, desde que por un maldito traspié pisé a Richi. Hubiese preferido pisar al señor Chof, como llaman al conserje, o a mi tutor, don Matías. Me habría disculpado con la mejor de mis sonrisas y me habría acariciado la cabellera a la vez que me soltaba «no tiene importancia, pequeña Anka». Incluso hubiera sido mejor pisar a la directora del colegio, que es una auténtica directora de colegio, parca en palabras y en gestos. Una señora muy seria.
Pero pisé a Richi, el peleón de la clase, que además es el cabecilla del grupo. «Niña, la has cagado». Es lo único que me dijo. Y desde entonces, entre que soy nueva, Richi que intenta sacarme de mis casillas constantemente, que me acaban de poner gafas porque soy algo miope... el caso es que estoy fatal. En los colegios anteriores he formado parte del coro, del equipo de hockey, del grupo de teatro, incluso en Australia formé parte del grupo de danzas local... pero ahora siento que estoy en el equipo de los marginados, esos que llaman raritos del cole. En el patio hablo con pocos chicos o chicas, no me dejan ponerme de portera de fútbol, que es mi verdadera especialidad, porque precisamente Richi es portero y manda más que Sergio Ramos en el Real Madrid.
Anoche lloré, no lo hacía desde la muerte de Hamilton, mi hámster, cuando viví en Londres. Lloré desconsoladamente, empapé dos hojas del libro que tengo que leer este trimestre. Sí esto continúa así, he pensado ponerme enferma. Como última solución he decidido llevarme a clase mi didyeridú, que es un instrumento australiano enorme, una flauta típica de aquel país, que mide más de dos metros. Por eso mi padre me ha traído al colegio un cuarto de hora antes, me ha acompañado al despacho de la directora para dejar allí el didyeridú y darle una sorpresa a don Matías y a todos mis compañeros. Creo que mi padre sabe que estoy triste.
Y ahora son casi las diez de la mañana y me arrepiento horrores de haber traído el digderidoo —que también sé escribirlo así—. Igual ni digo nada y a la salida me lo llevo a casa, como si se me hubiera olvidado.
Pero cuando todos estos pensamientos me agotaban, don Matías dio dos palmadas y dijo que nos fuéramos preparando para bajar a la sala de profesores, que nos iban a poner una vacuna. El alboroto era enorme, el profe tuvo que dar más de diez palmadas y al menos cuatro voces para intentar calmarnos.
Bajamos las escaleras mirándonos unos a otros, nos cogíamos del brazo, nos íbamos remangando las camisas nerviosamente. Pensé que aquel era el único momento en el que unos y otras pensábamos lo mismo: desaparecer. Los raritos de la clase y los no raritos, los listos y los torpes, los repetidores, los que se iban de vacaciones al Caribe y los que se iban al pueblo de al lado... A todos, chicas y chicos, nos sudaban las manos más que en un control final. Como nos colocaron por orden alfabético, Richi iba delante de mí. Parecía haberme dado una tregua durante la bajada y los diez o quince minutos que tuvimos que esperar en el pasillo. Ni me enseñó los dientes, ni me puso caras raras, ni siquiera me escupió en los zapatos.
Creo que las manos le sudaban tanto como a mí Fueron entrando y saliendo los compañeros: Rubén, que tiene síndrome de Down, salió haciéndose el forzudo; Mónica, que le faltan los cuatro dientes centrales, sacó la lengua por el hueco; Daniella salió con la misma sonrisa que entró y Daniel cambió la sonrisa por exagerados gestos de dolor. «Siguiente, Anka». Es la primera vez que entro a una sala de profesores; esperaba ver exámenes por la mesa, ordenadores y mapas, y, sobre todo, profesores, pero lo único que soy capaz de ver es una gran bata blanca esperándome y ofreciéndome la temible jeringuilla. Richi pasó por mi lado. Al llegar a mí, me enseñó débilmente los dientes... ¡y se desplomó!
Por un instante pienso que quiere escupirme en los zapatos desde el suelo, pero no, Richi está más blanco que la bata del doctor. «No pasa nada, chaval», escucho. Y lo sacan de la sala. Con la impresión de ver al gran Richi a mis pies, ni me entero de que me ponen la vacuna. «¿Ya está?», pregunto. Y salgo de la sala de profes con la firme decisión de actuar. Ahora o nunca.
La puerta del despacho de la directora se encuentra entreabierta. Distingo las voces de la directora, de don Matías y también la voz entrecortada de Richi. Y lo que aprecio muy bien es el colorido didyeridú que reposa sobre una pared del despacho. Entro y doy los buenos días, como si no supiera nada del desmayo de Richi. «Vengo a por el didyeridú, don Matías, para tocarlo después del recreo... ¡ah, hola Richi! ¿Qué ha pasado?
Richi ya no estaba blanco, un poco amarillo, quizá. Estará pensando que es su fin.
La nueva, es decir, yo, lo había visto desmayarse, desvanecerse como a un guiñapo a sus pies, estaba perdido. Yo podía anunciarlo durante el recreo, quizá hacer un dibujo de la escena y entregarlo a todos cuando entraran a clase, podía hacer tantas cosas... La directora decide que subamos a clase. Don Matías se adelanta unos metros e indica a Richi que me ayude a transportar mi didyeridú australiano. Caminamos sin hablar, sin atrevernos a mirarnos. Creo que él se siente desconcertado ante aquel extraño instrumento que jamás ha visto.
Antes de entrar a clase, le echo una sonrisa como diciéndole «ha llegado tu hora, Richi». Esta vez no me enseña los dientes.
«Ahora, chicos, antes de salir al recreo, Anka nos enseñará un instrumento».
Les explico que el didyeridú es un instrumento de madera, que los aborígenes australianos dejaban una rama de eucalipto en el suelo para que las termitas devorasen la madera de su interior y así la dejaran hueca. Que era lo mismo que una flauta para nosotros. Y al final, antes de soplar la embocadura, hablo: «dedico esta música a todos los que nos hemos vacunado y de forma muy especial a Richi, que ha esperado amablemente hasta el final para ayudarme a subir el didyeridú. Muchas gracias, Richi, todo un detalle».
Y la clase se queda muda mientras los ojos de Richi se abren enormemente y don Matías me echa una sonrisa de complicidad.
Soplo con todas mis fuerzas e interpreto mi tema preferido «La escaladora de ríos», que es lo que significa mi nombre, Anka. Al terminar, Richi comienza a aplaudir tímidamente. Le sigue toda la clase: los que todavía pensaban en la vacuna; los que se les inflamó el brazo, y a los que no; los que habían llorado por fuera, los que habían llorado por dentro; los raritos de la clase y los que creen que no lo son; los valentones a los que les habían sudado las manos y dijeron que era agua; los que se empujaron en la fila para no pensar en la jeringuilla, los que al ver la bata blanca pensaron en mamá, los que pensaron en echar a correr...
Al regresar a mi sitio, pienso que no es tan malo tener una madre antropóloga, ni ir de ciudad en ciudad, ni tener una flauta australiana de dos metros... Pienso también en que me he ganado el puesto de portera de uno de los equipos. Richi estará enfrente, en la otra portería, pero no enfrentado. A Richi, como a mí, nos volverán a sudar las manos más de una vez.