Por fin estaban en la ciudad. Siguiendo a la multitud, tío Ebil, Jasma y Kengi llegaron al barrio de los herreros.
—Jasma, yo me voy un momento —dijo Kengi en voz baja.
Ya libre, corrió lo más rápido que pudo. No fue un largo trayecto. El templo estaba completamente cercado por un alto muro de piedra. Kengi llegó a la puerta trasera, y echó una mirada hacia el amplio patio que se veía a través de la puerta. Era la escuela de Ur: «La casa de las Tablillas”.
Kengi había descubierto la magia de la escritura tres años antes, una mañana de junio.
Aquel día, un funcionario encargado de cobrar los impuestos había llegado a la aldea. El hombre hacía un recorrido familia por familia, recogiendo el grano. Cuando se paró delante de su casa, tras hablar con su tío, se puso a trazar algunos signos misteriosos en una tablilla de arcilla, usando para ello un punzón afilado.
Aquel gesto despertó la curiosidad de Kengi, que, sin pensárselo dos veces, empezó a seguir al recaudador. Finalmente, el hombre se dio cuenta de ello.
—Por qué me estás siguiendo? —le preguntó irritado.
Tartamudeando un poco, le preguntó qué eran aquellos signos que diseñaba en la arcilla y para qué servían. El joven escriba le contestó que los signos trazados en la arcilla se llamaban escritura, y que la escritura servía para no olvidar las cosas.
—En los signos del alfabeto está el nombre de todas las cosas —concluyó con orgullo—; nada puede escapar a la memoria de las tablillas.
Después, le enseñó los "pequeños clavos”, que significaban río, grano y aldea.
Había pronunciado en voz alta el conjunto de los signos que formaban la palabra Ebil —el nombre de su tío—. Y había añadido que la raya escrita al lado del nombre quería decir: hoy el campesino Ebil ha pagado cincuenta medidas de cebada para los almacenes del rey.
Kengi había seguido aquellas explicaciones con la boca abierta. Lo que le contaba el joven escriba iba mucho más allá de su imaginación. Que en los signos trazados en la arcilla estuviera el nombre de todas las cosas y que estos nombres pudieran hacerse visibles con un simple punzón era una idea que le dejaba sin respiración.
Las tablillas de arcilla eran como una voz que hablaba a los ojos en lugar de a las orejas. Un murmullo sin palabras que contenía todas las palabras del mundo. El funcionario le había explicado que el arte de la escritura se aprendía frecuentando la escuela: la Casa de las Tablillas, en Ur. Aprender a escribir no era fácil.
Era necesario trabajar duramente años y años, bajo la dirección severa de maestros. Los caracteres del alfabeto eran más de quinientos. Los estudiantes debían copiarlos miles de veces, hasta que aprendían a trazarlos en la arcilla con seguridad y a pronunciarlos en voz alta sin errores.
Kengi preguntó cómo se hacía para convertirse en estudiante. Entonces el cobrador de impuestos se echó a reír. Estudiar era muy costoso, le respondió.
Los estudiantes —si no venían de una familia de escribas— eran todos hijos de sacerdotes, de funcionarios estatales o de ricos comerciantes. Un campesino no sería nunca aceptado en aquel restringido grupo de afortunados.
Oyendo las palabras del escriba, Kerigi sintió un nudo en su corazón.
Habían pasado ya tres años desde el día en que, por casualidad, conoció la magia de la escritura.
Tres años no habían bastado para hacerle aceptar resignado su propio destino. No era justo que él no pudiera aprender la magia de la escritura.
Aquella mañana de mayo, observando a los chicos que descansaban en el patio antes de reemprender las lecciones, Kengi se lo repitió por enésima vez: todos deberían estar en disposición de realizar sus propios sueños. Después, de golpe, se dio cuenta de que el tiempo había corrido rápidamente.
Volvió hacia atrás. Tío Ebil y su primo le estaban esperando impacientes.
En cuanto estuvieron en la aldea, se dieron cuenta de que había sucedido algo.
—Ha llegado un funcionario del rey —explicó tía Ninkilisu—. Está ahí dentro esperando. Ha dicho que quiere hablar con Kengi.
Cuando tío Ebil entró con paso decidido, el funcionario del rey se puso en pie.
Kengi se encontró de golpe ante su mirada inquisitiva.
—Tú sabes quién soy, ¿verdad? Hace unos cuantos días me salvaste la vida. ¿Qué puedo hacer para pagar mi deuda, Kengi? Dime con toda libertad lo que deseas. Kengi retuvo la respiración. ¡Oh, sí, había algo que deseaba! Su sueño secreto.
Hasta aquel momento había pensado que aquel sería siempre su sueño imposible.
—Yo... yo querría entrar en la Casa de las Tablillas y llegar a ser escriba —logró murmurar finalmente.
—Has expresado un extraño deseo. En verdad no me lo esperaba. He prometido darte lo que quieras y mantendré mi palabra.
Nació en Venecia en 1952, licenciado en filosofía. Ha publicado cuentos y novelas de ciencia ficción, así como una novela para niños, ganadora del premio "el barco de vapor" de 1997, editada por PIEMME, que tuvo un gran éxito también en el extranjero. Sus últimos trabajos fueron Un misterio histórico, también editado por PIEMME, traducido y editado también en España, y una novela de ciencia ficción que ganó el premio Odisea 2008, editada por Delos Books. En los últimos años sus novelas han sido finalistas en los premios Odisea 2011, Urania-Mondadori 2012, Il Giallo Mondadori 2015. Algunas novelas ambientadas en la Venecia entre los siglos XVIII y XIX, sin embargo, aún inéditas. En 2016 ganó el premio "Tedeschi", Il Giallo Mondadori, con la novela "La voz de las sombras": un misterio histórico ambientado en Venecia, durante los últimos días de la revolución de 1848/49.
Revisado por: Alfredo Rodrigálvarez Rebollo